LOS DUENDES DEL RIO
Por Alita Wexler
Ese día, la cubierta amaneció llena de duendes.
Por Alita Wexler
Ese día, la cubierta amaneció llena de duendes.
Corrían por los corredores, bailaban en el cockpit, hacían equilibrio sobre la caña, jugaban a saltar la soga con las escotas, hacían carreras sobre los patines, se deslizaban por el traveler. En fin. Un caos!
Hasta había uno en el tope del mástil utilizando la antena de VHF como una suerte de instrumento musical de frotación! Un horror!
Los echaba de un lado y aparecían por el otro. Los amenazaba y se reían. Les imploraba y se mofaban. Cuando un chiquitín se salvó de caer al agua al quedar colgando de su gorro en la punta del botalón, se calmaron un rato. Pero al poco ya estaban haciendo sus tropelías otra vez.
Quería que se fueran antes de que llegara él.
Entonces los soborné.
Me comprometí a escorar hasta poner el palo en el agua ni bien recibiera la primera racha de la mañana, y eso les encantaba! Se trepaban todos al mástil, peleando por la cima, y era su mayor diversión columpiarse hasta mojar las calzas en el agua e inmediatamente salir disparados hacia arriba otra vez. Luego, se bajaban deslizando por el mástil como por el palo jabonoso, esquivando graciosamente las crucetas.
La racha tardó en presentarse esa mañana, así que tuvieron tiempo suficiente para enredar todas las drizas, desanudar todas las lascas, aflojar alguna que otra chaveta y otros desmanes que no alcancé a detectar.
Cuando llegó él, los duendes huían por el muelle sacudiéndose los traseros entre risas y saltos.
El subió abordo con el gesto hosco que lo caracterizaba. Estaba apurado por zarpar. El río estaba bajando con fuerza, podía sentirlo correr por debajo de la quilla. Si no salía enseguida, no tendría agua suficiente para atravesar las zonas bajas frente a la punta Anchorena.
Encendió el motor, amarinó y soltó amarras.
En pocos minutos dejamos atrás la bocana de la marina. El delegó el comando en el piloto automático y pusimos proa hacia el Sureste. La brisa del Norte inflaba las velas y nos llevaba con franqueza por nuestra derrota. Ya no fue necesario el motor. El río estaba desierto y el silencio era total en aquel martes 13 de un mes de otoño que no olvidaré.
El se movía con precisión. No dudaba, no tropezaba, no trastabillaba. Jamás. Sus pies parecían adheridos a la cubierta como los de un equilibrista a la cuerda floja. Conocía el lugar exacto de cada herraje y de cada cabo. Habría podido navegar con los ojos vendados.
De hecho, no era mucho lo que veía con su único ojo sano. Y parecía que tenía vista de águila cuando oteaba el horizonte con su mirada azul! Era intuición su temprana detección de boyas a lo lejos. Era experiencia. Era una vida en el agua. Pero no era vista de águila. No.
Los años de viento y el sol se le notaban en la piel. Su cuerpo enjuto y algo encorvado escondía el secreto de una fuerza que pocos hombres podían igualar. Una sonrisa casi infantil confería a su rostro un dejo de inocencia que hacía de su sagacidad y de su experiencia una agradable sorpresa.
Ya habíamos superado la Punta Anchorena. Rocé apenas el fondo, arando como dicen ellos, en un remolino de lodo que alentaba el paso. Finalmente alcanzamos a tiempo aguas más profundas. Pasamos el peligro de varadura y nos relajamos los dos. Con la proa siempre al sureste, avanzábamos suavemente al ritmo de la leve brisa que se había establecido definitivamente del Norte y era apenas una caricia presentida en las velas que, completamente filadas, gualdrapeaban cada tanto su impotencia.
El se hizo un mate y puso la música que disfrutamos juntos. Las guitarras eran su debilidad. Clapton. Hendrix. BB King. Tomatito. Villa Lobos. Todos.
La guitarra de Santana lloraba su espinado corazón cuando la primera línea de inestabilidad silbó en un do agudo entre los obenques y lo hizo salir de la cabina para estudiar el cielo.
Ya estaba encima nuestro casi. Un cigarro perfectamente definido avanzaba al galope tendido desde el sudoeste levantando polvareda.
Pero él no se sorprendió. Lo estaba esperando. Habíamos dejado atrás el puerto de Buenos Aires y teníamos el Este franco. Me dijo: Démosle gusto y dejemos que nos haga correr.
El calmón que anunciaba la tormenta nos había dejado sin camino, pero nos arreglamos para apuntar al Este. Tomó un solo rizo en la mayor, enrolló apenas la genoa y filó escotas para darme alas. No nos retobaríamos. Nos acomodaríamos al ritmo que impusiera el pampero, de la misma manera que bailamos al compás de las cadencias de Santana y no se nos ocurre bailar a contracompás ni quedar inmóviles en medio de la pista.
Yo me sentía segura, como siempre con él.
Donde otro capitán achica el paño hasta el mínimo posible, él quiere verme navegar con agilidad. Barrenar las olas. Tener velocidad. Estar relajada para recibir el viento sin contracciones ni tensión. Es más fácil quebrar una vara que un junco solía decir. Y me convertía en junco corriendo el temporal.
Así nos encontró la racha, violenta y feroz como latigazo en la espalda.
Pero yo corría dócil, empujada por las olas que se estaban formando, impulsada por el viento que ya venía descargando lluvia en gotas filosas como alfileres. Mis velas se acomodaban grácilmente a los embates del viento. El piloto automático llevaba el rumbo con mano dura y certera. Y yo bailaba al compás del temporal. O de Santana. No lo sé bien. Ya no sé quién imponía el compás. Hasta llegué a pensar que el pampero bailaba al son de la guitarra espinada. O tal vez Santana desde el disco había apurado el ritmo al son del ventarrón. No lo sé. Pero todo sonaba tan bien! Y yo me movía al compás.
Embelesada de placer corrí y corrí el pampero totalmente olvidada de él.
No sé cuánto tiempo pasó así. Recuerdo que en algún momento dejó de llover, las rachas se aplacaron y se estableció un viento duro pero constante, fresco pero confiable, que me llevó como de la mano hasta la costa orientala y hasta el anochecer.
La costa se acercaba aceleradamente. Veía cada vez con más detalle la silueta de los árboles. Una oscura escollera empezó a despegar del fondo amenazadoramente. Hacia ella me dirigía en línea recta, la proa apuntando al centro geométrico del segmento rocoso. Había adquirido velocidad y galopaba sobre el río como un potro desbocado. Santana espinaba corazones por enésima vez. Se imponía un cambio de rumbo, y también de disco por cierto, pero ... dónde estaba él? No sentía ningún movimiento en mi interior. No escuchaba nada. Ni un aliento. Ni un roce. Nada ...
Con esfuerzo traté de recordar lo último que supe de él y ubiqué su imagen apoyada contra el guardamancebo de popa vaciando el séptimo mate de la jornada ... Se me cortó la respiración, salteé varios latidos! No era posible! El, con sus pies siempre adheridos a la cubierta. El, que no trastabillaba jamás. El, que podía navegar con los ojos vendados ...
Dónde está él! quise gritar y fui muda. Dónde está?, casi lloré. Dónde ... dónde está él?
Devastada por la sospecha de lo que podía haber dejado a popa y aterrorizada por la certeza de lo que se me venía a proa, deseé por primera vez que se abriera la sentina y me tragara el agua. Deseé por primera vez que mi destino no fuera de despojos sino de descansar entera en el fondo blando. Deseé por primera vez haber sido pez.
De pronto, un levísimo movimiento respondió a mi letanía. Sentí alivio al saber que estaba vivo pero presentí al mismo tiempo que nada bueno podía pasar porque estaba echado sobre su espalda en el piso de la cabina, inmóvil y casi sin respirar. Supe, simplemente supe de esa manera en que sólo yo sé, que algo no estaba bien con su corazón. Y entonces el mío se partió en dos.
La escollera estaba desconsoladamente cerca y podía divisar ya nuestro inevitable destino cuando, de improviso, sentí un golpe y quedé sin dirección. Cuatro tornillos y cuatro tuercas rodaron en fila india por el copit y se escabulleron al agua por el imbornal de estribor. El piloto automático quedó colgando grotescamente, inútil para toda función. La caña, librada a su albedrío, se bandeó con violencia. Me fui bruscamente a la orza hasta ponerme al viento y ahí quedé, a la deriva, abatiendo suavemente y balanceada por las olas, con la proa apuntando a algún punto entre el oeste y el sur.
Cuando nos encontró Prefectura, las velas gualdrapeaban, Santana seguía sonando en un sinfín de corazones espinados, y él yacía sobre su espalda respirando con dificultad. Cerca ... pero todavía lejos, oscilando entre la aleta y el través, la escollera desperazaba las primeras horas de esa mañana oriental.
Hoy ha venido a visitarme por primera vez desde entonces. Se lo ve muy bien. Casi se puede decir que es el mismo de antes. El de siempre. El.
Acaricia con la mano la caña en el lugar de los tornillos ausentes y pone cara de incredulidad. Cómo pudo suceder? Eran tornillos pasantes. Tenían que asegurar la placa metálica contra la cara inferior de la caña. Era la pieza que permitía encastrar el piloto automático a la caña. El había cuidado especialmente la seguridad de la pieza. La había controlado periódicamente. Como hacía con todo. Lo podía recordar. Cómo fue posible entonces que zafaran los tornillos? Los cuatro? Dónde fueron a parar? Cómo se pudieron salir? No lo sabe él. Su orgullo le impide aflojar la culpa de lo que considera una grave negligencia de su parte, generándole una corriente de sentimientos contradictorios entre los que prevalece el agradecimiento a la vida por darnos esa oportunidad.
Claro que fue providencial! Nos salvó la vida! me dice mientras sigue frunciendo el ceño en señal de incomprensión.
Su convicción atea le impide alzar la vista para encontrar una respuesta milagrosa y la casi imposibilidad física del suceso lo llena de perplejidad.
Navegará muchos años más, y seguirá siempre contando la historia de los tornillos desaparecidos que nos salvaron la vida la vez que sufrió un ataque al corazón.
El río convertirá en leyenda nuestra salvación. Se hablará de milagro. Se hablará de fantasmas. Se hablará hasta de amnesia, de seres extraterrestres, de ángeles y vaya a saber de qué cosas más.
Yo sólo sé que en la mañana de aquel inolvidable martes 13 otoñal ... la cubierta estuvo llena de duendes haciendo desmanes que no alcancé a detectar.