LA RECALADA LITERARIA

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LA RECALADA LITERARIA

PUERTO DE ESCRIBIDORES


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    CUENTOS DE NAVEGANTES

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    Mensaje por La Recalada 3/7/2016, 20:35

    Juan José Merayo escribió:

    Del lado del río

     
    El río tiene cara de bueno, es bueno, si lo respetamos nos llevará y traerá con felicidad.
    No es traicionero como sentencian algunos que se la han pasado siempre de espaldas, avisa. Tal vez no diga lo mismo a todos, codiciosos que sólo quieren usarlo y no lo merecen, enreda, burla o miente descaradamente. El ancho río es poderoso pero habla claro a quien lo respeta. La ciudad sin el río no es nada, es su razón de ser, pero insensible abusa de su predominio invicto.
    A modo de venganza el río protege a emprendedores y desesperados que dominan los vientos y mareas entre las dos orillas. El mismo negocio aunque en una escala infinitesimal, sólo para escamotear algunas monedas al sistema, a un altísimo riesgo. Nuestros ancestros, llevados a navegar por necesidad, maldecían al sudeste de ida y lo disfrutaban al regreso, nada ha cambiado. Meticulosos coleccionistas de fechas y nombres siempre han escrito la historia desde el puerto, dudo que alguna vez se agarraran de los obenques de sotavento para mear.
    Visto desde Punta Morán pudo haber ser distinto.
     
    Modesto Alvarez, natural de Tarifa, moreno bajito con una sola ceja que le cuza la frente, calafate de profesión y desertor por necesidad, ha recalado en las costas del mar dulce para poner un océano entre el y las autoridades. En su tierra ser "gente de mar" es poco menos que estar sentenciado; para ser pescador, carpintero de ribera o calafate es indispensable estar inscripto en la "Matrícula de Mar", lo cual lleva implícito haber servido en la Real Armada; el marinero es maltratado, nunca pagado y lo que es peor, debe soportar la compañía de todo tipo de delincuentes e indeseables condenados a la Armada en una especie de "cárcel" .Salir vivo es improbable, la deserción es sólo supervivencia.
    Un norte fresco impulsa la vela latina del “Domine” su falucho tarifeño, una especie de llaúd grande de unos veinte palmos de eslora, una mezcla de ancestrales tradiciones mediterráneas con algunas improvisaciones locales. El palo bien inclinado hacia proa se mantiene sobre la carlinga, situada un poco a proa de la medianía de la eslora total, aguantado por las recias bancadas a modo de fogonadura. El palo, es de la eslora del barco, la antena es del doble. Va navegando a la mala que es cuando la antena esta a barlovento del mástil y parte de la va navega acuartelada, lo compensa con el foque envergado sobre el botalón. El mástil tiene un curioso ensanchamiento en el donde aloja una polea que sirve para laborear la driza rematada por una perilla o galleta. Entre la galleta y la cajera existe una especie de cuello o estrechamiento el cual da encapilladura a los aparejos auxiliares: uno para la "troza" y otro para las burdas y obenques.
    Modesto conoce su aparejo, sus magras ventajas y sus infinitas limitaciones. Los charlatanes de tabernas del puerto dicen de su gran gobierno y excelentes cualidades bolineras, ciñendo fácilmente en cinco cuartas, se dice, pero Modesto conoce la realidad. Más de una vez a los pantocazos contra la marejada del sudeste maldijo al “Domine” y su endemoniado aparejo. Ante la adversidad brotan naturalmente de su bocaza palabrotas sin destinatario fijo, solo recurre a santos y vírgenes en situaciones desesperadas, no tiene muy claro su camino al cielo. De lo que está seguro es donde queda el infierno, en barlovento, eso si que lo tiene absolutamente comprobado.
    A la usanza de la época había tratado sus velas, para que no se pudran, con una preparación personal con viruta de tanino, hizo una mezcla mas bien aguachenta, las velas muy oscuras son más identificables contra el río o en el horizonte.
    De todas manera tuviera o no alguna encomienda en la sentina no quería llamar la atención de nadie y menos de uniformados que pedirán registros y documentos de tripulantes o tinterillos solicitando despachos de aduana, todos papeles inexistentes a bordo. Modesto sabe que la gente de tierra ve en el navegante cierta indefinible ilegalidad, la realidad es que la costa está llena de soplones, alcahuetes y escoria capaz de venderlo solamente para quedar bien, buenos ciudadanos que han perdido valor y lo único que les queda es la adulación.
    También es cierto que en la barra del Santa Lucía se ha abarloado al bergantín inglés John Baker cargando; l0 fardos de tejidos ingleses, 7 cajas de vino de Oporto, un baúl con sedería y 3 canastos con porcelana Bristol.
    Al caer la tarde el repunte del río que lo deriva hacia los Pozos lo acercan más a tierra.
    Ya de noche se adentra en el delta y atraca en la costa del río las Conchas. En lo que parecería ser una coincidencia, es sorprendido por soldados de Sobremonte con el agua a la altura de los cojones. Reconoce entre las filas del virrey a quien lo ha delatado, su cuñado y le ruge mientras es apresado; ahora sé por qué no tenía que haberme casado con tu hermana, cabrón.
     
    Un siglo y medio después Manolo aguanta la caña de su grumete “Carlo Buti”. Lo había construido un genovés que se llamaba Maffio en un departamento de la calle Corrientes, tuvieron que derribar varias puertas y lo sacaron por un balcón. Estaba forrado con cedro paraguayo, noble madera pero muy pesada, confiable para navegar pero descartada totalmente para la regata, nunca lo vio flotar. Manolo lo terminó en el varadero del club Belgrano, solo lo básico, mayor y foque que había recortado de unas viejas velas de Ratsey & Lapthorn de Cowes, la baluma siempre cayó a sotavento exageradamente, jamás lo pudo corregir. Para la cubierta usó una mezcla de tiza con pintura en pasta y le dio con un cepillo para que quedara rugoso y no patinar.
    Cada vez que la marejada del viento sudeste que lo empuja lo hace rolar, corrige con un matemático golpe de timón. Cierra un poco de más el foque, no porque sea necesario, sino para que lo ayude a no cruzarse y mantener la proa.
    Los que han navegado el río saben que le agradan las simetrías, mareas cronométricas alteradas por un Norte duro, el consecuente Pampero o una Sudestada. A lo inesperado solo puede sobrevenirle la catástrofe, el éxito es solo una serie de inacabable de repeticiones, como en una virada por avante la virtud no esta en la originalidad sino en la perfección; se pone la caña a sotavento, cuando el barco se enfacha, se fila la escota, cuando cae a la otra banda se caza el foque de a poco para que tome camino, después se trinca un poco más, obsesivamente, en la búsqueda de la virada perfecta.
    No hay molinetes, caza la vela de proa con un sencillo aparejo dos a uno de vigotas fabricado por él, por costumbre lleva la driza de spinnaker a modo de burda. Unos aficionados del yacht club que se le acercaron cuando se iba para Montevideo para pedirle un “encarguito” aprovechando el viaje le dijeron socarronamente que es al pedo, pero a él le da seguridad. Les negó elegantemente la solicitud.
    Hace algunos años se le vino abajo el palo de una buseta que sabía tener a medias con su cuñado para ir a pescar pejerrey a los bajos del temor, el sigue convencido que fue por la falta de la sacrosanta burda, su asociado sostiene que estaba podrido a la altura de la fogonadura.
    Lleva en los bolsillos de su garibaldina algunos trozos de galleta que entretiene con salamín tandilero, su únicas vituallas, hay también una damajuana con agua amarrada a la base del mástil pero como navegando es complicado llegar hasta allí, prefiere ahuecar la mano y tomar agua directamente del río.
    Con ganas se prepararía unos mates pero no tiene como calentar el agua. Si este negocito le sale bien va a comprar una de esos calentadores a kerosene que anuncian en la revista Neptunia. Los cartones de Chesterfield van bien pegados al techo de la cabina para que no se mojen, en una red que el mismo hizo como le enseño Maffio. Sobre las cuchetas, dos a cada banda, trincó bien firme unas cajas de Ballantines y otras de conservas.
    Como el agua está muy alta puede navegar pegado a los bancos, traslucha y entra en el Luján a la altura del Náutico Sudeste, afortunadamente la noche es muy oscura. Desde hace un tiempo sabe haber una patrullera en San isidro cerca de la boya Km. 20 pidiendo papeles y entorpeciéndolo todo. Parece que Perón tiene una guerra personal con el Uruguay, por lo que por el momento adiós a los cruceritos a la barra de San Juan y Colonia piensa Manolo, que de política ni mu.
    Establece las velas a orejas de burro por el balneario Punta Chica, donde iba a cazar mixtos y jilgueros con su abuelo Marcelo, sigue pegado a los juncos para remansear la corriente bajante y para que no lo vean, pero a la altura del Tigre Sailing le sale una lancha de la Prefectura.
    Mucho consejo, mucho consejo pero que manga de fayutos habían resultado esos petiteros del club, Manolo ladra para adentro mientras se le acodera la autoridad, no sabe que simplemente se cumple el inmutable rumbo de aquellos atrapados en el destino del río.
     
    Juan José Merayo , Cala Blava, Mallorca, Octubre 2009
     
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    Mensaje por alita 10/7/2016, 11:29

    EL DELFIN
    Por Alita Wexler


    Dicen que lo vieron por Fortaleza.
    Dicen que está preso en Hout Bay.
    Dicen que volvió al Río pero que ya no se deja ver.
    Que murió de una cuchillada en una pelea de bar. Y de un infarto en la cama de una ramera de Gibraltar.
    Yo sé que mi vida no es la misma desde que se fue.
    Mi vida no fue la misma desde que lo conocí.
    Jamás me habría fijado en alguien como él. El pelo negro ensortijado y largo recogido detrás de las orejas dejando ver un único aro de oro del tamaño de una moneda. Negra la barba recortada. Negros los ojos. Sombría la mirada. Negro el corazón. Tenso en el bíceps el tatuaje de un ala negra de águila real.
    Jamás me habría fijado siquiera, pero él me eligió. Me observó, me estudió, me siguió, me persiguió, me cercó como un águila real a su presa indefensa. 
    Jamás me habría fijado y sin embargo…
     
    Navegamos proa al norte con la genoa y toda la mayor, con las escotitas abiertas para recibir desde el sudeste una brisa leve pero bastante para desplazarnos con ese ronroneo sibilante que sólo un velero en agua salada sabe dar. La onda amplia nos va empujando con suavidad.
    La luna llena refleja en la camisa blanca, muy blanca contra la piel oscura. Morenos los dedos gruesos aferran la rueda del timón. Tensa como siempre en el bíceps el ala negra. Cada tanto una ola nos alcanza y rompe delicadamente en el cockpit salpicando los morenos pies. Va descalzo. Yo también. Vamos descalzos los dos, mis pies pálidos y pequeños casi helados junto a los de él, un escalofrío me invade con cada oleada de espuma que embarca por la popa del 36 pies. Es fresca la noche estival.
    Hace muchas horas que zarpamos de nuestra última escala, el puerto de Mar del Plata. Atrás quedaron las escolleras, la playa Grande, la Perla, el Torreón. Ya atravesamos la Canaleta de Médanos, el ruido de las rompientes quedó atrás.
    Adelante nos espera el Río, con su ola corta y desconforme, su costa siempre a la vista, las luces, el calor.
    Estamos atravesando la bahía de Samborombón.
    A nuestro alrededor, sólo agua, luna y un tardío delfín que dibuja su lomo en verde limón al rozar las noctilucas para acercarse a curiosear. Nos viene siguiendo desde Quequén. Será el mismo? Parece que no se quiere ir. Nos cruza la proa, se nos pone a la par a estribor. Asoma la nariz por popa y se zambulle hacia babor. La línea fluorescente verde limón de su lomo va y viene dibujando rombos incesantes a nuestro alrededor.
    Adelante, cada vez más cerca, nos esperan otra vez rumores, malicias, envidias, codicias.
    No codiciarás la mujer de tu prójimo, le dice la Biblia a él. Y ella? Está bien que codicie el hombre de su próxima? Acaso eso está bien?
    Adelante, cada vez más cerca, nos espera el Río. Y en algún muelle de San Fernando…
    La proa corta el agua en dos bigotes fosforescentes. De la cabina llega la voz de Aute cantando que me quiere con Alevosía.
     
    Con alevosía lo quise yo.
    Poco me importó lo que el Río decía de él. De nosotros. De mí.
    Cómo le podía explicar al Río que éramos dos mundos en fusión incandescente.
    Que yo nunca había navegado y ahora vivía en el barco con él, de puerto en puerto, de río en mar.
    Que una noche, le puse un par de zapatos y lo llevé al Colón. Que era Norma, de Bellini. Que en la Casta Diva, lloró.
    Que compartíamos a Sabina, a Chopin y a Falú. Que le bailaba flamenco zapateando sobre la cubierta de acero mientras él hacía palmas riéndose a carcajadas de puro placer. Que me contaba historias de ultramar, de calamares gigantes, luces de San Telmo, ballenas blancas y el leviatán. Que yo le recitaba a Whitman, a Vallejo, a Darío y a Patxi Andion y él me enseñaba a disfrutar la gloria de Maradó. Que comimos corvina recién pescada desde Necochea hasta Angra dos Reis. Que tomamos cerveza helada en aguas cálidas y sopa en las aguas del sur.
    Y nos amábamos como conejos en la conejera de popa y como gaviotas en la cubierta, al sol.
    Y que en los puertos lo odiaba cuando volvía con olor a otra y lloraba cuando marchaba dejándome sola con mi desazón.
    Y que era feliz. Que la vida se había convertido en una copa de agua fresca y yo venía de morir de sed.
    Poco me importó si tenía que pagar por ello. Era tan poco por tanto que me daba él.
    Poco me importaron las botellas de ginebra, tequila y whisky desparramadas vacías aquí y allá.
    Poco me importó su mano fuerte apretada en mi nuca golpeando mi cabeza contra un mamparo de cuando en vez. 
    Así era él.
    Que digan! Que hablen! Qué saben?
    Sólo yo lo puedo entender. Lo comprendo. Lo decodifico. Lo abarco. Lo contengo. Como un cáliz a la sangre del cristo.
    Y él me ocupa, me llena, me define, me activa. Como un hombre a una mujer.
    Si dicen borracho, yo digo que se pongan de pie.
    Si dicen violencia, yo digo pasión.
    Y digo que él es mío, que es mi hombre y yo su mujer!
    Podrá ella con todo esto?… No, no va a poder!
     
    El delfín tardío viene navegando a la par por estribor desde hace un rato largo ya. Yo creo que eligió finalmente la banda de barlovento porque es la que ilumina la luna y refresca la brisa. No distinguimos su cuerpo, pero la línea fluorescente se dibuja intermitente y constante como un pespunte en el ruedo del mar.
    El se inclina y le habla.
    Se entiende con los animales marinos. Los quiere. Lo quieren. Siempre tenemos algún lobito sobre cubierta, alguna tonina retozando cerca, cardúmenes de pejerreyes o anchoas arracimados contra el casco. A veces un pequeño tiburón.
    El delfín no es la excepción. Ahí están, conversando los dos. De qué se hablarán?  
    El se inclina sobre el guardamancebo hasta que su cabeza queda a distancia de secreto con la del delfín. No le está hablando de mí. No haría falta acercarse tanto para hablar de mí.  Miro mis pálidos pies helados que soportan todo sólo por él. Miro mis manos ayer suaves y finas, hoy nudosas y ásperas. Quiero leer en mi corazón y encuentro un pozo oscuro. La brisa me llama a la realidad rozando mi mejilla con un mechón de pelo pajizo para contarme parte del secreto y suena un nombre de mujer. No es el mío.
    Debo confesar que lo supe antes de zarpar.
    Supe que mis días estaban contados. Que nuestra escapada sólo me estaba comprando un agónico tiempo más. Que, entusiasmados por la travesía más que por nosotros dos, partiríamos entre gallos y medianoche justo cuando el Río se iba a dormir. Que navegaríamos largas singladuras sin descansar. Que entraríamos en Mar del Plata y luego en Quequén. Nos reaprovisionaríamos en Madryn, donde el viento casi nos impediría entrar a puerto. Que en el Náutico de Comodoro nos agasajarían con un corderito asado rociado con un buen tinto de Chubut. Y que en el Puerto de Ushuaia habría una amarra libre para nosotros dos. Que nos encontraríamos con Gerry que nos llevaría con su perro en su 4x4 a cazar perdiz. Que en el Beagle perderíamos nuestros vasos de vino en una repentina escorada azotados por el willy waw. Que en Puerto Almanza fondearíamos en una caleta y llegaríamos con el dinghy hasta la costa donde se despeñaría un toro mientras juntábamos leña para asar la perdiz. Y en Puerto Williams le cambiaríamos a los pescadores un balde de centollas vivas por un par de vinos de tetrabrik y nos tomaríamos unos piscos en el boliche del puerto con los brasileros que venían de tan lejos y con los noruegos, de más lejos aún. Que Harberton sería un remanso para descansar. Que el Faro del Fin del Mundo nos esperaría con tempestad. Que recalaríamos de regreso otra vez en Comodoro y Quequén y Mar del Plata y que toda la costa atlántica nos vería pasar. Y que ese sería nuestro canto del cisne. Ya lo supe yo antes de zarpar.
    Y él se lo está contando ahora al delfín. Le está contando de cuando llegue otra vez al Río. De un encuentro en algún muelle de San Fernando. De una cabellera sedosa y unas manos suaves y finas. De unos pies calzados en provocativos tacos altísimos. De la frescura en la piel. De la inocencia en el alma. De diez años menos en el cuerpo y en el corazón.
    No le está hablando de mí.
    El delfín tardío se va alejando despacio y él se inclina cada vez más. Queda colgado del guardamancebo como un acróbata acostado de vientre en la cuerda floja. Quiere asir al delfín que se le escapa haciendo graciosos dibujos verde limón alrededor de sus manos, jugando con él pero sin dejarse atrapar.
    Ella nunca podrá entender su lenguaje animal.
    Ella nunca lo podrá contener. Nunca lo podrá abarcar. El es mío.
    En este momento decido que para siempre lo será.
    El delfín se aleja definitivamente hacia el este espantado por el chapuzón. Un desborde de espuma fluorescente señaliza el lugar del chapoteo desesperado e hipnotiza mis ojos que miran fijo pero sin ver. Estoy congelada en una toma cinematográfica final con las manos nudosas aferradas al guardamancebo, justo donde antes se acostaba él.
    Desvanecida la espuma, me parece ver la línea verde limón de un lomo desplazándose hacia el este justo por la estela que dejó el delfín… No estoy segura… Puede ser mi imaginación… Aquí abajo se apagó toda actividad.
    Pasados unos minutos, la oscuridad es total. La luna desaparece. Ningún lomo fluorescente nada ya para reunirse con algún delfín.
    Me afirmo en la rueda del timón, cazo las escotas para ceñir al encuentro del viento que viene rizando el agua unos cables más allá.
    Desde adentro de la cabina, interminable, Aute sigue queriéndome con Alevosía.
    Cada tanto, alguna ola rompe suavemente en el cockpit desparramando noctilucas sobre mis pies descalzos y me trae recuerdos del delfín…
    Todavía estoy en Samborombón.
    Adelante, me espera la protección del Río, la ola corta y desconforme, las luces, la costa, el calor.
    Y la triste certeza de que, a partir de hoy, él me pertenece por toda la eternidad.
     
    Dicen que lo vieron por Valparaíso.
    Dicen que está internado en un loquero de Trinidad.
    Dicen que volvió al Río pero que ya no navega más.
    Que murió de pulmonía en Fernando Noronha. Y de sida en un hospicio de Senegal.
    Dicen que en noches de luna se ven dos delfines en Samborombón.
    Yo sé que mi vida no es la misma desde que no está.
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    Mensaje por La Recalada 14/7/2016, 16:35


    CUENTOS DE NAVEGANTES Images-1


    Por Henry “Groncheto” MacNie
    Publicado en el foro de Cibernáutica
     



    San Isidro, Abril de 1933
     
    Mi padre, un Irlandés navegante y de gran amistad con las bebidas espirituosas había encontrado su fin a causa de un derrame cerebral cuando se le derrama en el marote una botavara de un velero 112 pies de eslora y aparejo cangreja al cortarse el amantillo.
    Como mi madre detestaba a los amigos de mi padre, que por su puesto eran todos navegantes, decidió velar sus restos en el casco de la estancia en Lobos, de esta manera evitaría encontrarse con ellos a los consideraba "maleducados e insolentes".
    Luego de una misa dada por el cura local en la capilla de la estancia mi madre decide cumplir con los deseos de mi padre de ser cremado y sus cenizas arrojarlas en el Rio de la Plata cerca de la boya 19, nos trasladamos a Buenos Aires, recuerdo ese día por ser la primera vez que manejé el auto de mi padre, un Avions Voisin de 1932 que le había costado mas de 75.000 pesos .....a mi madre.
    Ya en el crematorio del cementerio de Chacarita comenzamos el ritual mientras un cura de la parroquia de San Patricio le dedicaba unas oraciones, me llamó la atención que entre oración y oración se estaba tomando la botella de mistela, el asunto es que a los pocos segundos de encender el quemador las llamas comenzaron a llenar todo el recinto, les recuerdo que los momentos previos al accidente fueron de asado y vino, habiéndose tomado todo lo que había abordo incluyendo los rizos.
    A todo esto el cura ya bastante afectado por el vino al ver el humo de distintas tonalidades que salía de la chimenea salió corriendo hacia la parroquia gritando ¡Habemus Papa, Habemus Papa !!!! El descontrol del incendio justificó la presencia de dos dotaciones de bomberos
    Tres días mas tarde, una vez que el incendio fue sofocado nos entregaron las cenizas, como mi madre ya había tenido lo suficiente de mi padre le encargó al capataz de la estancia, Don Venancio Millatrú que me acompañara hasta San Isidro con las cenizas para que los "salvajes" amigos de mi padre pudiesen despedirse de el y así terminar el asunto, como mi madre desconfiaba de las costumbres de estos muchachos sacó las cenizas de la costosa urna y las colocó en el bolso marinero que lo había acompañado en todas sus navegaciones y regatas, ella tenía la certeza que una vez arrojadas las cenizas al río estos vándalos usarían la urna para guardar las escotas o como simple caja de herramientas.
    Al llegar al club me encontré con la mayoría de ellos en el muelle, al ver el bolso uno de ellos se largó a llorar y entre sollozos me relató el día que él y papá compraron bolsos iguales en el negocio del gordo Goffre en la calle Viamonte al 1500 hacía mas de 10 años, el Dr. Luis Argerich que era secretario del CNSI, visiblemente emocionado tomó el bolso con las cenizas de mi padre y con el mayor de los respetos lo depositó en el banco del muelle, todos lo rodearon y como era de esperar brindaron por el difunto amigo, uno de ellos miró el reloj y con voz grave anunció que ya era tarde y debíamos partir, en silencio y con la cabeza gacha embarcamos en los botes hacia los barcos en el desorden habitual, al salir por la boca del puerto de San Isidro nos encontramos con una increíble cantidad de barcos algunos de ellos del grupo de mi padre, entre ellos distinguí al Phalarope de Legeren, al Leonor con Sieburger y Milhas, al Querandí con Eiraz, Nazar Anchorena y Mackinlay, mas atrás se veia al Febo con Bosemberg, Vizcaya y Gerhart, a barlovento un coleen, el Atuel con tres mujeres muy atendibles y casi llegando la boya aparece a toda velocidad el Gurí del flaco Salas Chavez con uno de sus tripulantes gritando:
    - ¿¿¿A QUE HORA SE LARGA, MAESTRO???.
    Mas de 60 barcos formaban el cortejo, nunca en el Rio se había visto un funeral semejante, digno de un gran marino, yo estaba emocionado, casi hasta las lágrimas, mirando al bolsito azul que contenía las cenizas de mi padre.
    Llegamos a 20 metros de la boya 19 y fondeamos en silencio, los demás barcos filaron escotas y la mayoría se pararon en cubierta mirando atentos la popa del Margarita del viejo Karel Van Vasenaar donde el flaco Bullrich se preparaba para dejar caer las cenizas al río, se paró, miró a todos los concurrentes, mirando al horizonte abrió el bolso y dándolo vuelta lentamente dejó caer el contenido, cayeron a la vista de mas de 300 personas un par de zapatillas, un suéter negro, dos pares de medias, un jabón, una toalla y un escandallo, Oscarcito Montes de Oca me miró y dijo en voz baja -Ese es mi bolso...
    La discusión duró hasta la amarra, al llegar no se habían puesto de acuerdo quien era el responsable del bolso de mi padre, pero lo cierto es que había quedado en el banco, cuando todos nos fuimos, el viejo Jacinto el marinero del club lo vio y al notarlo lleno de “tierra” lo tiró a la basura, como el carretón municipal ya había pasado salimos todos corriendo hacia el depósito de basura del municipio, mas de 40 personas buscaron el bolso durante horas sin encontrarlo.
    Durante muchos años, para el aniversario de la muerte de mi padre era posible encontrar colgada del portón de entrada del depósito una corona de flores con una banda negra y en letras doradas una frase contundente “Tus amigos”.
    Así terminó la vida de un navegante como pocos, gran amigo, excelente padre y odiado esposo que supo vivir todo lo que pudo.
    Mis respetos.
    Groncheto


    Última edición por La Recalada el 15/7/2016, 09:48, editado 1 vez
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    Mensaje por La Recalada 15/7/2016, 09:46

    Juan José Merayo escribió:

    El encargo de Vito


     
    Tal vez estaré escribiendo sobre cosas que en realidad no me sucedieron e imagino y excluya otras que verdaderamente ocurrieron pero olvide u omita deliberadamente o puede que sea un buen guiso de todo eso, revuelto por la marejada del tiempo. Puede que sí.
    Recuerdo que después de unas regatas en Newport allá por los setentas, cuidaba un Frers 42´ esperando para embarcarlo en un mercante de regreso a Buenos Aires. El barco estaba fondeado en una marina en City Island, una pintoresca comunidad náutica cercana a New York y tenía mucho tiempo libre. Deambulé por prestigiosos astilleros como el Minnefords con su increíble cementerio de elefantes de yates de la Copa América, conocí a Charlie Ulmer todo un “gurú” en su velería que para mí era como un templo que enriquecieron mi experiencia profesional, pero para confirmar mi vivencia dicotómica también entretenía las horas en picados de potrero, con ocasionales amigos rioplatenses, contra un grupo de colombianos intimidantes. Les aplicábamos el “toco y me voy” del sabio racinguista Luis Pentrelli pero cuidado, cualquier similitud con el casi cínico “touch and go” más allá de una traducción literal adecuada a la ideología de los tiempos, es mera y nefasta coincidencia. Bailábamos a nuestros hermanos latinoamericanos hasta casi el descrédito y por las dudas nos dejábamos ganar.
    Aunque para mí la navegación y los barcos siempre tienen algo de sueño, de alteración del sentido del tiempo, en este caso superó por lejos anteriores regresos imposibles. Casi estoy seguro, me pasó algo.
    A la vuelta no lo conté, tampoco los años setenta, época de todo lo contrario, estaba para historias de aparecidos, me olvidé o me fui convenciendo que no sucedió, quién me lo iba a creer. Si vas a hacerte el loco hay que asegurarse que te van a pagar por eso, si no te encierran. Me fui sumergiendo en el espejismo que llaman realidad, otra ilusión, aunque una de las más persistentes. Ahora no me importa después de 30 años pasa por un cuento.
    De lo que sí me acuerdo bien es que el cuidado del barco no me llevaba mucho tiempo, básicamente significaba mantenerlo a flote, una persistente entrada de agua por el prensaestopas del eje del motor me obligaba a estar siempre atento. Una de esas húmedas mañanas mientras achicaba la sentina con la palanca del cockpit, me sorprendió que alguien silbaba al final de la marina, dejé de bombear y me puse de pie en la bancada, era un tango. Por años se lo chiflé a mis amigos arrabaleros de la esquina de la tintorería Esplendid.
    Algunos arriesgaron “Ahí va el dulce”,” otros el arduo tango “Lluvia de estrellas” de Osmar Maderna, sin éxito. Los guarangos de siempre “Andá a chiflarle a Gardel”, qué se puede esperar de los roqueros. Al acercarme a la punta de la marina entorpecida por la bruma matutina una figura inquietantemente familiar con boina vasca y buzo azul del Club Gimnasia y Esgrima, silbaba despreocupadamente mientras lavaba unos cacharros, como a Carlitos cualquier pilcha le quedaba bien.
    Trincado con un par de springs bien protegido por sus defensas de lona reconocí el legendario Queche dibujo de Don Manuel. Suave arrufo, palos cortos y recios. Jirones de cuero de oveja dejaban al descubierto los obenques oxidados. Gallardetes y banderines deshilachados, desteñidos, menguantes, casi no eran, desinformaban, sólo a neófitos. Al igual que ese empavesado algunos recuerdos limitados persisten; nuestra conversación que torpemente comencé en inglés y los lugares comunes de dos navegantes a vela; una pertinaz entrada de agua por el alefriz, la trinquetilla rifada entre otros temas inagotables.
    Sólo me quedan imágenes fugaces, respuestas sin preguntas. Todo lleno de grietas y huecos que prolijamente masilladas por la desconfiable memoria pueden modificar totalmente lo que tal vez sucedió o lo hacen incomprensible.
    - Los hermanos Russo han hecho un buen trabajo pero las velas ya tienen algunas millas - se ven cansadas, veré lo que puedo hacer - creo que algo así le dije. Sin respuesta.
    Recuerdo que empecé a recoser, reforzaba, reconstruía los restos del puño de escota de la trinquetilla. Sin mirarme sentenció - no la arrío nunca -
    - Los mosquetones necesitan un poco de agua dulce y aceite – casi me ordenó - mientras achicaba la sentina. Los sólidos herrajes vencedores de los rugientes cuarentas y el cabo de hornos eran de una sola pieza, óxido, recuperables sólo como plomada para la pesca de fondo, decidí reemplazarlos por unos que, aunque desparejos, tenía a bordo.
    Cuando yo terminaba con una vela la inspeccionaba con mirada crítica, mascullaba e inmediatamente me indicaba la siguiente. Era mi oportunidad, tenía un mar de preguntas y ahí estaba como en todos mis sueños congelado sin voluntad, esta inacción me ha hostigado en la vigilia a lo largo de todos estos años y en sueño con reiteradas pesadillas.
    Había cruzado con él algunas palabras durante una conferencia que dio en un colegio secundario en Vicente López, también en Mar del Plata cuando alistaba el Sirio, siempre contestó a mis inocentes preguntas con cortesía pero sin aclarar mis dudas.
    Me invitó o me llevó a navegar para tensar la jarcia sin consultarme, no estoy seguro, de lo que sí recuerdo son sus órdenes que yo acataba desde sotavento con los pies bajo las frías aguas. Cuando terminamos con la ruda faena las nubes se derrumbaron dejando paso a un sol de justicia y disfruté la proa del Legh II que contradice las mezquinas olas de Long Island Sound con autoridad.
    Entró en la cabina y con la maestría que da una acción reiterada por muchísimos años puso alcohol en la cazoleta, sacó una caja de Ranchera del cajón lo encendió y esperó, más tarde cerró el tanque y le dio bomba, segundos más tarde un reflejo azul y el típico sonido a soplete me confirmaron que el noble Primus estaba trabajando. En silencio me honró con una galleta tipo Loma Negra y un decepcionante mate dulce en jarrito de lata.
    - Muy rico - le agradecí, sólo por respeto.
    Durante la mateada rompió su mutismo y me habló de muchas cosas que no me acuerdo o no entendí, pero también de algunos personajes que trataron de oscurecer su gesta con bromas pesadas de muchachones, redondeando el tema finalizó.
    - No me enojo más, no hay que atribuirle a la malicia, en la cual siempre hay rasgos de inteligencia, lo que puede ser explicado como simple estupidez, querido amigo.- Me dijo condescendientemente. Fue como una respuesta a una pregunta que con seguridad nunca le hice aunque siempre tuve la intención.
    Cuando llegamos a la marina me entregó unas vigotas en muy mal estado, como yo no tenía cable nuevo y necesitaba herramientas para hacer las gazas, se las prometí para al día siguiente.
    – No voy a estar por aquí mañana, se las encargo, siempre me estoy moviendo – y agregó con gran convencimiento - búsqueme Juan, usted me va a encontrar –
    Como la historia del poeta inglés, que no viene al caso, quien sueña con los fantásticos jardines del paraíso y despierta con una flor en la mano, a la mañana siguiente volví a la marina y el Legh II ya no estaba allí.
    Boston, Cape Cod, Marblehead, Cartagena de Indias, Cádiz, Southampton, Cowes, Valparaíso, Buceo… desde entonces aferrado a eso, una consigna, lo he buscado por cientos de puertos. Los amigos del museo de Tigre hicieron un trabajo impecable, estuve allí está igualito, pero el verdadero está navegando seguramente entre las gigantes olas del Indico, en Cabo de Hornos o dándose media vuelta frente a la estatua de la Libertad.
    Me dijo – búsqueme Juan, usted me va a encontrar – y yo no le voy a fallar.
     
    Juan José Merayo – Palma de Mallorca 2010
     
     
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    Mensaje por alita 18/7/2016, 09:41

    LA MALDICION DEL MARTA
     
    “… porque las estirpes condenadas a cien años de soledad
    no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.”
    Gabriel García Márquez
     
    Los ojos de los tres resplandecían de deseo clavados en  mi cubierta que había conocido tiempos mejores.
    Supe enseguida que tenía nuevos dueños. Que mi destino cambiaba. Que pronto soltaría las amarras que hacía años me ataban a ese muelle en el puerto de Mar del Plata y me tenían como olvidada de Poseidón.
    Muchos temores me brotaban de las entrañas. Ya había conocido cambios y ninguno fue para mi bien. Cada nuevo armador aparecía con grandes ínfulas dispuesto a beberse los mares montado sobre mi lomo, pero ninguno pudo superar las barreras que separan los sueños y la vida y siempre quedaba yo de este lado de la barrera y ellos de aquél. De este lado los sueños. La vida, de aquél.
    Pero ese brillo en las miradas… habría llegado mi momento de renacer?
     
    Manolo, Mauro y Miguel compraron el Marta.
    La coincidencia de emes debía ser un presagio. Eme de milagro. Eme de maravilla. De magia. Tal vez. Tal vez eme de mejores tiempos que vendrían para todos. Tal vez.
    El Marta era un queche de 60 pies, de madera de teca de la India, buen diseño, maniobra sencilla e interiores cómodos. Hacía tiempo que no recibía cariño. La cubierta estaba opaca y reseca, el fondo ampollado, los herrajes trabados, las velas de algodón egipcio estiradas y las drizas y las escotas cubiertas de verdín. Las maderas de afuera estaban ennegrecidas por el sol, y las de adentro habían perdido todo rastro de barniz. Unicamente el motor funcionaba como un reloj. Ese empeño que ponen algunos navegantes en comprar un barco de vela para navegarlo sólo a motor!
    Manolo, Mauro y Miguel sabían lo que tenían que hacer. Navegantes jóvenes pero de toda la vida, de muchas singladuras, de miles de millas recorridas, habían proyectado una travesía hasta el norte de Brasil para cruzar desde allí el Atlántico con destino a España y desde allí, al Mediterráneo y desde allí…
    El Marta era el barco ideal. Lo pusieron a son de mar, devolviendo a la nave su antiguo esplendor y el primer día de mayo de algún año de Cristo soltaron amarras del puerto de Mar del Plata al arrullo de una suave brisa del Sur, emprendiendo la travesía en procura del puerto de Recife en el nordestino Brasil.
    Transcurrieron varias singladuras dominadas por la misma brisa del Sur que los fue llevando en una navegación ligera y serena, hasta que el 13 de mayo los sorprendió un temporal que los azotó con 50 nudos de vientos del Noreste y olas que, por supuesto, no podían medir, pero que alcanzaban el mástil a la altura del primer par de crucetas y pegaban con furia en la amura de estribor.
    Viendo que era imposible enfrentarlo, y temiendo que el barco no pudiera aguantar los embates del viento y del mar, decidieron volver sobre su estela para intentar correr el temporal, pero cuando iniciaron la peligrosa maniobra para virar, la escota del foque quedó mordida en el molinete y la vela se acuarteló. El Marta tomó su propia decisión y se puso a la capa a pesar de su tripulación. Se acomodó al vaivén del viento y de las olas y desplegó ante ellos su calidad marinera capaz de contenerlos incluso en la peor condición, como un enorme vientre maternal.
    Después de tres días de capear el temporal al abrigo del Marta, el Noreste calmó y dejó entrar nuevamente la suave brisa del Sur, dando tregua a la nave y su cansada tripulación.
    Días más tarde, Manolo, Mauro y Miguel llegaron a bordo del Marta a Recife, donde repostaron víveres y combustible para zarpar de inmediato hacia la isla de Fernando de Noronha, última escala prevista antes de emprender el cruce del Gran Azul.
    Pero al llegar a Noronha…
    Al llegar a Noronha se enamoraron los tres!
    Manolo se enamoró de una isleña morena de ojos azules, esbelta y sinuosa como un gato siamés.
    Mauro se enamoró de la isla con sus promontorios, sus acantilados, sus bahías de arenas blancas y transparente mar.
    Y Miguel se enamoró del Marta. Ya venía aquerenciándose durante la travesía, pero los días en que Manolo y Mauro lo dejaron solo a bordo -Manolo instalado en la casa de la morena y Mauro disfrutando la isla desde una posada sobre un morro- completaron la tarea y Miguel le entregó su corazón a esa nave que les había entregado ya su nobleza y su lealtad.
     
    No abandonaban su pasión por navegar, que era el verdadero motor de sus vidas. Cada fin de semana se reunían y desplegaban el reluciente velamen del Marta en singladuras serenas y galanas que los llenaban de satisfacción.
    Así fue pasando el tiempo y ninguno tenía intención de dejar la isla. Fernando de Noronha los había tomado cautivos. Y con ellos, al Marta.
    Transcurrieron meses, terminó ese año de Cristo y empezó el siguiente. Llegando nuevamente a mayo, Manolo con su morena, Mauro en la posada sobre el morro y Miguel a bordo del Marta, se encontraron tocando el fondo de sus faltriqueras vacías.
    Tendrían que regresar.
    Ya no podían afrontar el enorme costo de mantener un coloso como el Marta, más la posada, más la siamesa, más todos los gustos que se sabían dar.
    Pero Manolo y Mauro no estaban dispuestos a interrumpir sus isleños idilios por nada del mundo.
    Así fue como se les ocurrió una solución que les llevó menos tiempo pergeñar que el que les llevó animarse a comunicarla a Miguel: incendiarían el Marta y cobrarían el seguro. Con ese dinero podrían reacomodar sus gastos y sobrevivir un tiempo más.
    Inútiles fueron los ruegos de Miguel. Inútil su resistencia. Inútiles sus amenazas y su oposición. Manolo y Mauro estaban resueltos y no hubo nada que los echara atrás.
    Miguel, desesperado, decidió huir una noche con el Marta. Se imaginó a sí mismo como aquel enamorado de la mujer de cartón piedra que cantaba Serrat, corriendo corriendo y corriendo con ella temblando entre sus brazos mientras les sonreía la luna de mayo (porque la de marzo ya había quedado atrás). Compró provisiones, amarinó la nave, calentó motor y cuando se disponía a soltar amarras al amparo de la oscuridad, la mano derecha le tembló. Ser un fugitivo, escamotearle el barco a sus socios, ser el héroe que rescata a la cautiva de su escaparate… no estaba en su esencia. Le faltó coraje y, finalmente, el dos contra uno venció.
     
    Mi última esperanza murió cuando Miguel apagó el motor. Supe entonces que mi destino estaba sellado. Que mis días estaban contados. Supe que venía el final.
    Lo intuí antes en realidad. Se fue dejando entrever durante la travesía, y cobró más fuerza en Noronha cuando vi el resplandor de deseo que me había ilusionado en los ojos de Mauro y Manolo trocarse en ambición. Cuando vi el resplandor de deseo en los ojos de Miguel trocarse en debilidad.
    Ya no hay salvación para mi cuerpo. Lo sé. Pero mi espíritu no se rendirá.
     
    Nadie vio los restos del Marta devorados por el fuego hundirse a pique en las profundidades de un mar azul, tan azul que se confundía con el cielo diáfano de aquel atardecer de un 13 de mayo de algún año de Cristo, día fatal. Unico 13 de mayo de las últimas décadas en que no se registró temporal.

    Los detalles del siniestro no valen la pena de ser contados. No es necesario dar ideas ni facilitar ignominiosas tareas. Baste saber que nunca más se tuvo noticia del barco, que no quedó ni una mínima tabla flotando y que el seguro pagó.
    Algunos isleños creyeron escuchar esa tarde un grito de mujer, un grito desgarrador traído por la brisa del Noreste proveniente de las entrañas del mar.
    Miguel jura que escuchó una voz de mujer decir con voz gutural:
    Yo los maldigo. Manolo, Mauro, Miguel. Los condeno a vivir larguísima vida rodeados de barcos, cerca del mar. Pero ya nunca, jamás, navegarán.
     
    Manolo se casó con la morena siamesa. Cada fin de semana armaba su bolso marinero y se iba a navegar en un pequeño velero que había podido comprar. Pero la morena empezó a resentir sus ausencias. Mucho más a partir de un trágico 13 de mayo, primer aniversario de la partida del Marta, cuando en medio de un tremendo temporal del Noreste, le comunicó que un hijo suyo estaba creciendo en su vientre. Tan severos se volvieron sus reproches, tan virulenta su desazón, que Manolo decidió postergar su pasión marinera por un tiempo a la espera de que amaine el doméstico temporal. El tiempo pasó. Nació el hijo. Luego la hija. Luego… El pequeño navío esperaba en su amarra rodeado de naves del porte que supo tener el Marta y que, ante su larga inmovilidad, fueron ganando terreno … o aguas debería decir, cruzando sus amarras por encima de él, hasta dejarlo completamente trincado en una maraña de cabos y nudos ya casi imposible de deshacer.
     
    Mauro compró la posada del morro. Una parte del rescate del seguro del Marta fue a parar allí. Con el resto compraría un velero pequeño ni bien surgiera una ocasión. Desde su elevada posición dominaba toda la bahía, el puerto y la salida al mar. Era su placer caminar por el acantilado o simplemente sentarse en su parque a mirar, sintiendo que ese paisaje de ensueño le pertenecía sólo a él. Que era el dueño de ese universo y que esas aguas esperaban expectantes la estela de su futura nave para resplandecer bajo la luna o bajo el sol. Pero un trágico 13 de mayo, primer aniversario de la partida del Marta, un fuerte temporal del Noreste azotó la posada de Mauro y destruyó parte del techo, obligándolo a usar todo el resto del dinero del seguro en su reparación. El proyecto de su velerito quedaba atrás. En fin. Ya navegaría en el pequeño velero que Manolo pudo comprar.
     
    Y Miguel. Miguel marcó en la carta la posición del último adiós. Una cruz era el símbolo elegido para ese punto nada conspicuo en el medio del mar. Todos los meses, el día 13 de cada mes, Miguel alquilaba un velero y se dirigía hacia la cruz con una canasta llena de flores con las que intentaba conjurar la maldición de su perdido amor. Y entre 13 y 13, bebía para olvidar. Olvidar que ella no estaba. Olvidar que él le falló. Hasta que un trágico 13 de mayo, primer aniversario de la partida del Marta, obnubilado por los vahos del alcohol, se empeñó en cumplir su periódico ritual a pesar del pronóstico de temporal. Lo rescató por milagro un pesquero que salió a buscarlo cuando el Noreste amainó. Lo encontraron a la deriva, desmayado, borracho aún, rodeado de flores flotantes a bordo de lo que quedaba del velero de alquiler. Nunca más nadie le confió un barco, jamás.
     
    Dicen algunos que los 13 de mayo de cada año sopla fuerte el Noreste y trae hasta Noronha un gemido proveniente de las entrañas del mar. Un grito de mujer. Desgarrador.
    Otros dice que no.
    Dicen algunos que en cierto punto en el medio del mar, donde un navegante marcó en la carta una cruz, se ven flores eternas flotando aquí y allá.
    Otros dicen que no.
    Dicen que dicen que los 13 de mayo los aullidos del viento del Noreste se acallan para dejar oír el murmullo de una maldición.
    Manolo, Mauro y Miguel viven en Fernando de Noronha. Aún. Peinan canas y uno de ellos usa bastón.
    Manolo tiene un racimo de hijos con la morena siamesa. Trabaja en un astillero y vive cerca de la bahía. Desde su ventana puede ver el puerto y su velerito trincado de amarras y olvidado del mar. Cada lunes se promete que el próximo sábado lo hará navegar. Cada sábado agacha su cabeza ante el peso de la mirada de su morena cargada de hijos y renueva una excusa más. Este fin de semana le toca reparar alguna cañería de la cocina que comenzó a gotear. Pero el próximo…
    Mauro atiende su posada de enero a enero, de lunes a lunes, de sol a sol. Desde lo alto puede ver los veleros surcando el mar transparente de la bahía en elegantes evoluciones que parecen pasos de ballet. Se abstrae mirándolos y a veces, hasta ensaya el gesto de una maniobra para mejorar el trimado de una vela que ve gualdrapear. Alguna lágrima se le escapa de cuando en vez. Hasta que el sonido de la campana de la recepción lo coloca nuevamente frente a su cotidiana y terrestre realidad: uno de los huéspedes quiere que le consiga un velero para navegar.
    Miguel se emborracha en la taberna del puerto, cerca de las naves, cerca del mar. Comienza su mala bebida cuando cae el sol. Y cuando despunta el alba lo lleva el cantinero hasta su precaria morada en un contenedor abandonado del puerto. Todas las semanas, Manolo y Mauro le dejan víveres y reponen las mantas en el contenedor. Todas las semanas Manolo y Mauro pagan la cuenta del bar.
    Ninguno de los tres volvió a navegar. Los siete hijos que tuvo Manolo con la morena siamesa no navegaron jamás.
    La coincidencia de emes fue un presagio, a decir verdad. Un presagio de muerte y de maldición.
     
    Porque las estirpes condenadas a cien años de soledad tampoco tienen una segunda oportunidad en el mar.

    Por Alita Wexler


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    Mensaje por La Recalada 23/7/2016, 09:57

    Recalados, les dejo este hermoso cuento de Marcelo Gianelli que subió a nuestro FB Juan José Merayo:

    EL BOTE DEL NONO

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    Mensaje por La Recalada 8/8/2016, 09:18

    Juan José Merayo escribió:
    DEL LADO DEL RÍO

    Por Juan José Merayo
     
    El río tiene cara de bueno, es bueno, si lo respetamos nos llevará y traerá con felicidad. No es traicionero como sentencian algunos que se la han pasado siempre de espaldas, avisa. Tal vez no diga lo mismo a todos, codiciosos que sólo quieren usarlo y no lo merecen, enreda, burla o miente descaradamente. El ancho río es poderoso pero habla claro a quien lo respeta. La ciudad sin el río no es nada, es su razón de ser, pero insensible abusa de su predominio invicto.
    A modo de venganza el río protege a emprendedores y desesperados que dominan los vientos y mareas entre las dos orillas. El mismo negocio aunque en una escala infinitesimal, sólo para escamotear algunas monedas al sistema, a un altísimo riesgo.
    Nuestros ancestros, llevados a navegar por necesidad, maldecían al sudeste de ida y lo disfrutaban al regreso, nada ha cambiado. Meticulosos coleccionistas de fechas y nombres siempre han escrito la historia desde el puerto, dudo que alguna vez se agarraran de los obenques de sotavento para mear.
    Visto desde Punta Morán pudo haber ser distinto. Modesto Alvarez, natural de Tarifa, moreno bajito con una sola ceja que le cuza la frente, calafate de profesión y desertor por necesidad, ha recalado en las costas del mar dulce para poner un océano entre él y las autoridades. En su tierra ser "gente de mar" es poco menos que estar sentenciado; para ser pescador, carpintero de ribera o calafate es indispensable estar inscripto en la "Matrícula de Mar", lo cual lleva implícito haber servido en la Real Armada; el marinero es maltratado, nunca pagado y lo que es peor, debe soportar la compañía de todo tipo de delincuentes e indeseables condenados a la Armada en una especie de "cárcel". Salir vivo es improbable, la deserción es sólo supervivencia.
    Un norte fresco impulsa la vela latina del “Domine” su falucho tarifeño, una especie de llaúd grande de unos veinte palmos de eslora, una mezcla de ancestrales tradiciones mediterráneas con algunas improvisaciones locales. El palo bien inclinado hacia proa se mantiene sobre la carlinga, situada un poco a proa de la medianía de la eslora total, aguantado por las recias bancadas a modo de fogonadura. El palo, es de la eslora del barco, la antena es del doble. Va navegando a la mala que es cuando la antena esta a barlovento del mástil y parte de la vela navega acuartelada, lo compensa con el foque envergado sobre el botalón. El mástil tiene un curioso ensanchamiento en donde aloja una polea que sirve para laborear la driza rematada por una perilla o galleta. Entre la galleta y la cajera existe una especie de cuello o estrechamiento el cual da encapilladura a los aparejos auxiliares: uno para la "troza" y otro para las burdas y obenques.
    Modesto conoce su aparejo, sus magras ventajas y sus infinitas limitaciones. Los charlatanes de tabernas del puerto dicen de su gran gobierno y excelentes cualidades bolineras, ciñendo fácilmente en cinco cuartas, se dice, pero Modesto conoce la realidad. Más de una vez a los pantocazos contra la marejada del sudeste maldijo al “Domine” y su endemoniado aparejo. Ante la adversidad brotan naturalmente de su bocaza palabrotas sin destinatario fijo, sólo recurre a santos y vírgenes en situaciones desesperadas, no tiene muy claro su camino al cielo. De lo que está seguro es dónde queda el infierno, en barlovento, eso sí que lo tiene absolutamente comprobado.
    A la usanza de la época había tratado sus velas, para que no se pudran, con una preparación personal con viruta de tanino, hizo una mezcla más bien aguachenta, las velas muy oscuras son más identificables contra el río o en el horizonte.
    De todas manera tuviera o no alguna encomienda en la sentina no quería llamar la atención de nadie y menos de uniformados que pedirán registros y documentos de tripulantes o tinterillos solicitando despachos de aduana, todos papeles inexistentes a bordo. Modesto sabe que la gente de tierra ve en el navegante cierta indefinible ilegalidad, la realidad es que la costa está llena de soplones, alcahuetes y escoria capaz de venderlo solamente para quedar bien, buenos ciudadanos que han perdido valor y lo único que les queda es la adulación.
    También es cierto que en la barra del Santa Lucía se ha abarloado al bergantín inglés John Baker cargando: l0 fardos de tejidos ingleses, 7 cajas de vino de Oporto, un baúl con sedería y 3 canastos con porcelana Bristol.
    Al caer la tarde el repunte del río que lo deriva hacia los Pozos lo acercan más a tierra.
    Ya de noche se adentra en el delta y atraca en la costa del río las Conchas. En lo que parecería ser una coincidencia, es sorprendido por soldados de Sobremonte con el agua a la altura de los cojones. Reconoce entre las filas del virrey a quien lo ha delatado, su cuñado y le ruge mientras es apresado: ahora sé por qué no tenía que haberme casado con tu hermana, cabrón.
    Un siglo y medio después Manolo aguanta la caña de su grumete “Carlo Buti”. Lo había construido un genovés que se llamaba Maffio en un departamento de la calle Corrientes, tuvieron que derribar varias puertas y lo sacaron por un balcón. Estaba forrado con cedro paraguayo, noble madera pero muy pesada, confiable para navegar pero descartada totalmente para la regata, nunca lo vio flotar. Manolo lo terminó en el varadero del club Belgrano, sólo lo básico, mayor y foque que había recortado de unas viejas velas de Ratsey & Lapthorn de Cowes, la baluma siempre cayó a sotavento exageradamente, jamás lo pudo corregir. Para la cubierta usó una mezcla de tiza con pintura en pasta y le dio con un cepillo para que quedara rugoso y no patinar.
    Cada vez que la marejada del viento sudeste que lo empuja lo hace rolar, corrige con un matemático golpe de timón. Cierra un poco de más el foque, no porque sea necesario, sino para que lo ayude a no cruzarse y mantener la proa.
    Los que han navegado el río saben que le agradan las simetrías, mareas cronométricas alteradas por un Norte duro, el consecuente Pampero o una Sudestada. A lo inesperado sólo puede sobrevenirle la catástrofe, el éxito es sólo una serie inacabable de repeticiones, como en una virada por avante la virtud no esté en la originalidad sino en la perfección; se pone la caña a sotavento, cuando el barco se enfacha, se fila la escota, cuando cae a la otra banda se caza el foque de a poco para que tome camino, después se trinca un poco más, obsesivamente, en la búsqueda de la virada perfecta.
    No hay molinetes, caza la vela de proa con un sencillo aparejo dos a uno de vigotas fabricado por él, por costumbre lleva la driza de spinnaker a modo de burda. Unos aficionados del yacht club que se le acercaron cuando se iba para Montevideo para pedirle un “encarguito” aprovechando el viaje le dijeron socarronamente que es al pedo, pero a él le da seguridad. Les negó elegantemente la solicitud.
    Hace algunos años se le vino abajo el palo de una buseta que sabía tener a medias con su cuñado para ir a pescar pejerrey a los bajos del temor, él sigue convencido que fue por la falta de la sacrosanta burda, su asociado sostiene que estaba podrido a la altura de la fogonadura.
    Lleva en los bolsillos de su garibaldina algunos trozos de galleta que entretiene con salamín tandilero, sus únicas vituallas, hay también una damajuana con agua amarrada a la base del mástil pero como navegando es complicado llegar hasta allí, prefiere ahuecar la mano y tomar agua directamente del río.
    Con ganas se prepararía unos mates pero no tiene cómo calentar el agua. Si este negocito le sale bien va a comprar una de esos calentadores a kerosene que anuncian en la revista Neptunia. Los cartones de Chesterfield van bien pegados al techo de la cabina para que no se mojen, en una red que el mismo hizo como le enseño Maffio. Sobre las cuchetas, dos a cada banda, trincó bien firme unas cajas de Ballantines y otras de conservas.
    Como el agua está muy alta puede navegar pegado a los bancos, traslucha y entra en el Luján a la altura del Náutico Sudeste, afortunadamente la noche es muy oscura. Desde hace un tiempo sabe haber una patrullera en San Isidro cerca de la boya Km. 20 pidiendo papeles y entorpeciéndolo todo. Parece que Perón tiene una guerra personal con el Uruguay, por lo que por el momento adiós a los cruceritos a la barra de San Juan y Colonia piensa Manolo, que de política ni mu.
    Establece las velas a orejas de burro por el balneario Punta Chica, donde iba a cazar mixtos y jilgueros con su abuelo Marcelo, sigue pegado a los juncos para remansear la corriente bajante y para que no lo vean, pero a la altura del Tigre Sailing le sale una lancha de la Prefectura.
    Mucho consejo, mucho consejo pero qué manga de fayutos habían resultado esos petiteros del club, Manolo ladra para adentro mientras se le acodera la autoridad, no sabe que simplemente se cumple el inmutable rumbo de aquellos atrapados en el destino del río.


    Juan José Merayo, Cala Blava, Mallorca, Octubre 2009
     
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    Guillermo del Castillo


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    CUENTOS DE NAVEGANTES Empty Cacho

    Mensaje por Guillermo del Castillo 15/8/2016, 10:22

    CACHO


       Al verlo desde lejos, a mitad del muelle, dice bajito: ”Qué estampa!”. Lo dice siempre , con un poco de sarcasmo, un poco de admiración y mucho amor.

       Aunque no es un clásico ni un barco de diseño, el Carpincho tiene lo suyo. Nacido como buceta pescadora, obra de un gallego de pocas letras y manos sabias, sin más planos que los que guarda la memoria, el propio Cacho lo volvió a parir como un pequeño cuter, hace casi cuarenta años.

       Cuatro pesos locos lo hicieron dueño del casco medio abandonado. Incontables horas de trabajo lo hicieron su creador, su armador y su patrón.

       Saluda a los pescadores tempraneros, todos conocidos, sube a bordo no sin dificultad, y se sienta en el cockpit, acariciando sin darse cuenta la caña.

       En un par de horas vendrá el posible comprador. Lo piensa con un suspiro que es casi un resoplido.

       Mejor izar las velas, aprovechando la calma, para asegurarse de que no estén húmedas, y para que el tipo lo vea más lindo. El tipo. Cacho sabe el nombre, pero sólo puede pensar en él como “el tipo”.

       Levantar la cangreja le cuesta. El pico y la vela parecen más pesados que nunca. “Ya no estoy para estos trotes, puta vida” . El yanqui y la trinquetilla suben sin dificultad y quedan colgando lacios en el aire quieto.

       No está más para esos trotes. Ese es el asunto. Por eso lo tiene que vender. Ya no puede navegar. Ya no debe. Se lo dicen los hijos, se lo dice el médico. Hasta el cuerpo se lo dice. La artrosis, la columna, el corazón. Una neumonía que casi se lo lleva el último invierno. ¿Y qué va a hacer si no puede navegar? ¿Quedarse en la casa mirando la tele? Nunca le dio mucho por la tele. Leía bastante, antes, pero la vista ya no lo ayuda. “Puta vida”

       Lo de él era el barco y el agua. Río arriba y rio abajo. Cruzando para la Argentina y volviendo a cruzar. Las más veces sin despacho ni papeles. De vez en cuando bagayeaba alguna cosita, llevaba y traía gente que no quería o no podía pasar por aduana. A veces pescaba, pero la mayor parte del tiempo navegaba por navegar nomás.

       Se mete en la camareta a aprontar el mate.¿Qué va a decir el tipo cuando vea ese interior despojado, con dos literas largas, el viejo primus y poco más? Él nunca fue de muchos lujos. Su propia casa, si no hubiera sido por Rocío, habría parecido desnuda. Ella era la que ponía las notas de color, los adornos, las flores en la mesa.

      “Rocío, mi vida, cómo te fuiste tan temprano, quién se lo iba a esperar, tan sana y vital, siempre alegre en las verdes y en las maduras. Puta vida..”

       Ella lo acompañaba seguido. Le gustaba navegar, aunque se mareaba, pero sobre todo le gustaba estar con él ahí donde él era más feliz. Entrecierra los ojos y la ve en la bancada, las piernas recogidas y recostada a la carroza, siempre sonriendo.

       El tipo lo va a ver como un bote lagunero, no va a creer que se mojó más de una vez en agua salada. Pesado y panzón, el Carpincho no es un bólido, por descontado, pero lo que aguanta! Siempre lo trajo de vuelta a pesar de lo que el Plata les quiso tirar encima. Como aquel carnaval que volvía con Rocío de Piriápolis y se levantó una rosca de miedo. Con la trinquetilla y los tres rizos en la mayor, sacudidos, golpeados y mojados pero enteros, los trajo.

       Pasan los optimist del club, y los gurises lo saludan a los gritos. Les devuelve el saludo con un ademán, abstraído. Se ve frente al comprador, frente al gesto torcido con que va a mirar la pintura desprolija y las velas amarillentas. Se ve ponderando la robustez de la construcción, la sentina seca, la docilidad a la caña. Se ve defendiéndolo para venderlo, y el mate le sube a la garganta con gusto a bilis.Con gusto a traición.

      La mayor se agita nerviosa, se inflan un poco las de proa. Se levantó una brisa.

      Antes de darse cuenta suelta las amarras y se va deslizando hacia el río abierto. Desde el muelle lo saluda un pescador: “ Hasta luego, don Cacho, no vuelva tarde que va a refrescar feo!”

      La respuesta, sin volver la vista, queda en el aire mientras se alejan barco y patrón. “No, botija. No vuelvo”.



    Montevideo. 15/08/2016

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